Milpieles
Sentaros
pues, cerquita los unos de los otros y con las orejas bien abiertas,
porque la historia que os voy a contar es la historia que un día
tiró el sinsentido del corazón del hombre y desde entonces se
cuenta en las más nobles veladas como un recuerdo que aún es capaz
de aliviar nuestro desconsuelo.
Había
una vez, hace mucho, mucho tiempo, tal como ayer o hace miles de
años, tal como en un reino olvidado o aquí tan cerca como vuestro
propio pecho; había una vez un rey y una reina, ambos felices en un
reino feliz. Tuvieron una hija, a la que amaron y educaron como sólo
los reyes saben hacerlo. Y la joven princesa creció con la frente
bien alta, el corazón abierto y las manos llenas. Hasta
que a los veintiún años su padre, el rey, le hizo una extraña
petición:
–
Cuando seas reina tendrás que juzgar a otros hombres,
decidirás la ruina de unos y la prosperidad de otros, mandarás
hombres a la guerra y por tu reino muchos morirán. Como tendrás que
sentenciar a muerte a algunos hombres, tú misma tendrás que ser
capaz de matar. Es la mejor forma de que sepas el valor de la vida,
es lo que hizo conmigo tu abuelo, el rey sabio.
La
princesa quería ocuparse de su reino pero no quería matar a nadie.
Pensó que si ganaba tiempo el rey podía olvidarse del tema. Así
que pidió a su padre que si quería que matase a alguien tendría
que ser con una espada mágica capaz de ser escondida en una nuez.
Una espada que tendría un filo dorado como el sol, otro plateado
como la luna y una empuñadura tan brillante como las estrellas.
El rey
demoró tres años, pero al fin consiguió la espada. Cuando se la
dio, además le entregó con ella un traje hecho con toda clase de
pieles, y le dijo:
–
Para que recuerdes el valor de la vida y a cuantos la dieron
por ti, te entrego este traje hecho con la piel de todos los
animales que crecieron en tu reino.
Aquella
noche la princesa no pudo dormir, no quería ser una princesa sin
principios. A un lado de la cama tenía la espada y al otro el traje
de las mil pieles. Su bendición y su carga. Pero no soportaría
verse como una asesina por muy justa que fuese la sentencia, por muy
querido que fuese su reino.
Esa
madrugada la princesa huyó del reino vistiendo el traje de las mil
pieles y la espada dentro de la nuez. Llevaba consigo sus recuerdos y
sus sueños, aunque dejaba atrás su familia y su herencia.
Tras la huida del reino de
su infancia, Milpieles sintió que la estaban siguiendo. Quién lo
hacía era bueno, muy bueno, porque no dejaba huellas, ni hacía
ruido. Milpieles intentó emboscarlo pero no pudo. Hasta que una
noche, cuando ya pensaba que nadie podría estar siguiéndola
todavía, encendió un fuego. Allí, tras la austera cena de raíces
encontradas por el camino y con la fatiga entornándole los ojos, se
encontró frente a frente con el león que guardaba el escudo del
reino del padre. Frente a ella unos ojos rojos la miraban con
voracidad. Tenía ante sí todos los sueños que había construido
durante la infancia, todas las expectativas de ser la mejor de las
monarcas. Todas las ideas que tenía sobre sí misma se abalanzaron
sobre ella para devorarla y ponerla de vuelta a casa.
Milpieles
sintió un mordisco desde dentro. Sintió que estaba siendo
envenenada por la duda y durante unos instantes vaciló. Para cuando
supo que tenía que ser fiel a sus propias decisiones, ya tenía la
espada en la mano y al león atravesado por la boca. Ya no volvería
a mirar para atrás. Y frente a ella, en el lugar que ocupó la
antigua insignia del reino abandonado, ahora, había una pequeña
luciérnaga que revoloteó y se escondió en su capa de las mil
pieles.
Caminó
por mucho tiempo y poco a poco aprendió a confiar en aquella
luciérnaga que parecía ir siempre un paso por delante de sus
pensamientos. Atravesaba un bosque cuando sintió una jauría tras
ella. Los cazadores estaban al acecho y Milpieles no pudo más que
esconderse en un árbol seco.
Los
perros la encontraron pero los cazadores no dispararon. El príncipe
de aquel reino, que iba entre ellos, curioso frente a aquel ser
extraño, detuvo la cacería.
–
No me matéis. –
dijo Milpieles – haré
lo que mandéis.
El
príncipe vio los ojos de una joven sucia y se apiadó de ella.
–
Entonces vendrás con nosotros al palacio. –
y mandó que la llevaran a trabajar a la cocina.
Para
vivir le dieron un cuarto sin ventanas bajo las escaleras del
palacio. A pesar de ser una princesa, aprendió a trabajar duro; y en
la cocina, a pesar de su extraño atuendo, se hizo respetar por su
capacidad de aprender y su cuidado por las cosas que hacía.
Una
noche, como cada noche, Milpieles estaba en su cuartucho limpiando su
espada que ahora usaba como cuchillo, ya que podía adquirir el
tamaño que fuera necesario. Mientras quitaba la piel de una manzana
se dio cuenta que, frente al radiante dorado y plateado de su
cuchillo mágico, la manzana no tenía color. Entonces comenzó a
observar que las cosas estaban perdiendo color. Fue a partir de estas
pesquisas, que comenzó a reparar en el príncipe. Lo veía por los
jardines, vagando solo, en días de lluvia.
Milpieles
podía sentir su dolor como si fuera propio. ¿Acaso ella no era un
princesa a la búsqueda de algo que desconocía? ¿No había vagado
tanto tiempo esperando encontrar un reino que la acogiese? ¿Acaso no
estaba mejor desde que encontró aquel reino de fogones y cocineros?
Quería decírselo al príncipe, pero con aquel atuendo de pieles con
el que cargaba, no podía comunicarse con el futuro rey.
Una
noche soñó que le cortaba la sombra de tristeza que cargaba el
príncipe. Ese mismo día mientras el príncipe paseaba por los
jardines al atardecer, Milpieles se escondió tras un rosal y cuando
hubo pasado por su lado el príncipe, Milpieles cortó su sombra con
el filo plateado de espada. El príncipe se giró al instante y vio a
aquella bestia peluda esconderse justo antes de desplomarse
desmayado.
En los
días siguientes no consiguió ver al príncipe. Nadie paseaba por
los jardines y nadie hablaba de él. Era como si hubiera
desaparecido, o más aún, como si nunca hubiera existido.
Un día
Milpieles se durmió pensando en él y a la mañana siguiente se
despertó pensando en él. Supo entonces que se había enamorado.
Como no podía expresar lo que sentía, ponía toda su pasión en la
cocina pensando que cocinaba para él. Y como usaba el filo dorado de
su cuchillo mágico cortaba todos los ingredientes separando lo que
era perjudicial de lo que era beneficioso. De esta manera, los platos
que hacía estaban tan llenos de vida y eran tan exquisitos, que
pronto se ganó buena reputación en la cocina. Era como si el color
estuviera volviendo a aquella cocina. Pero Milpieles sólo cocinaba
para los cocineros y no había forma de llegar al paladar del
príncipe.
Hasta
que un día, sin saber muy bien cómo, se vio siguiendo su luciérnaga
por medio de un corredor. Parecía estar en trance, como poseída por
un sueño, hasta que le salió al paso un sirviente del príncipe:
–
Esta es la cena? Mi señor está esperando.
Aquel
hombre le arrebató el plato de las manos y la dejó perpleja en
medio de un corredor que nunca había pisado.
Al día
siguiente, dos guardias la fueron a buscar a su cuarto. La llevaron
frente al príncipe. A Milpieles le sorprendió la buena cara que
tenía. Era como si hubiera recobrado el color.
–
¿Qué me has hecho? ¿Qué llevaba la cena de anoche? Nunca
comí algo tan bueno. –
Dijo el príncipe.
–
Sólo quería ayudar. Cociné con amor. –
dijo Milpieles.
–
Me han dicho que se debe a una espada que no dejas tocar a
nadie. ¿Es que eres una bruja?
–
Una vez yo también estuve triste. –
Comenzó a narrar Milpieles. –
Ya no cabía en mi reino y tuve que cortar mi sombra, mi
pasado. Después de mucho huir llegué aquí. Tú me encontraste y me mandaste trabajar en la cocina. Allí encontré mi lugar. Encontré
mi tarea y resultó que tenía buenas herramientas para cumplirla. Mi
espada, la espada que un rey mandó buscar para mí.
–
¿Dónde tienes esa espada?
–
Cuando te vi tan triste en tus jardines, quise compartir mi
felicidad contigo y mi espada me ayudó. Eso hice. Sólo quise
ayudar.
–
Entonces dame tu espada y veré si es verdad lo que dices.
Milpieles
sacó la espada de dentro de la nuez y se la entregó al príncipe.
Arrodillada entregaba su espada ofreciendo la empuñadura de
diamantes tan brillantes como las estrellas. El príncipe se quedó
sin palabras mientras miraba a la princesa por primera vez. Su traje
de pieles se había caído y la princesa se presentaba ante el
príncipe más bonita de lo que fue nunca, pues ahora su belleza era
un reino que ella misma había conquistado.
El
príncipe sintió en aquel preciso instante que el final de su viaje
había terminado, que aquella bella joven era lo que él y el reino
habían estado esperando. Y el beso llegó, como llegan los finales
felices después de los viajes logrados. Y así fue cómo la princesa
y el príncipe fueron reyes de un reino tan cercano como olvidado.
No hace mucho volví a
oír esta historia y quién la contó en aquella ocasión dijo que
las campanas de boda de aquellos felices reyes aún pueden oírse en
el pecho de dos verdaderos amantes que se reconocen al cumplir su
camino.
Sobre
mi dificultad para adaptar este cuento.
Para
ser sincero no me gustó la propuesta. Quién soy yo para modificar
algo que es mucho más elevado que cualquiera de mis pensamientos.
Algo que apenas sé cómo funciona (referentes de los símbolos) y
que no conozco las profundidades del alma a las que va dirigido.
¿Cómo iba yo a tocar algo hermoso y tan misterioso como un cuento
de hadas?
Por
otro lado, me he dado cuenta de la importancia de conocer la
profundidad del cuento que vamos a contar, aunque los alumnos se
queden sólo con la imagen, cuando el profesor sabe lo que representa, a
ellos les llega el alimento correcto. (Steiner, 1908)
Sobre
esta adaptación.
El cuento será para alumnos de tercer ciclo (11, 12
años). Por ello, mi adaptación es bastante extensa y repleta de un
vocabulario amplio. Además he creído que los conflictos que se
muestran en el cuento son más para esa edad, por no decir que son
para la adolescencia. Pero creo que hay que poner las bases para las
vivencias que se van a vivir después.
He intentado conservar la atmósfera de los cuentos de
hadas y respetar la estructura al máximo. Sobretodo, he intentado
mostrar que se trataba de un cuento de iniciación. (Cooper, 1983)
El cambio más importante ha sido actualizar el motivo
por el que la protagonista se va del reino de la infancia. Entiendo
que se pretendiera dar unas exigencias tan antinaturales que la
princesa no pudiera menos que desaprobar. Pero creo que y la
posibilidad de que la hija se case con el padre mete al niño en un
imaginario que no es necesario y puede confundir. Para buscar nuevos
motivos, me he inspirado en Hamlet, ya que es el primer relato que
habla del alma consciente (Dixon, 2015). Creo que el tema de
debilitar la sangre no es tan importante ahora, como la adquisición
de un conciencia individual más allá de los patrones adquiridos. La
princesa no quiere matar a pesar de ser lo que debe hacer y lo que le
pide su sangre. Ella va a crear sus propios principios.
De ahí que sea una princesa.
Este es el cambio fundamental, aunque también he
quitado la imagen de los vestidos para no incidir tanto en la idea de
las apariencias. En sustitución he puesto una espada, normalmente
usada para matar pero que nuestra princesa encontrará la forma de
usarla para curar y distinguir con ella lo que es bueno de lo malo.
El regalo no es algo acabado como un vestido que te lo pones y ya
está, sino algo que va a tener que aprender a utilizar. Este cambio
casi me lleva al relato inspirado más que a la adaptación, pero
creo que he conseguido conservar la función de los vestidos dentro
de la trama.
También quise quitar los objetos que la princesa dejaba
en la sopa del príncipe, ya que los valores que simbolizan (fe,
feminidad y riqueza) son obsoletos en este momento y creo que el
cuento debe tender a universalizar. El cuento no habla de una época
determinada del hombre sino de la esencia misma de lo humano.
(Steiner, 1908)
Por último, también añadí algunas imágenes que tan
sólo se esbozan en el cuento original. Esto es, la figura de un
pasado que nos persigue (insignia del escudo del padre) y la de un
futuro que nos guía (luciérnaga).
Con todo, al final ha sido una bonita forma de
interiorizar un gran cuento.
Bibliografía.
Apuntes de la asignatura.
Steiner, R. (1984) La sabiduría de los cuentos de hadas. Conferencias dadas en Berlin, 1908/1913. España: Editorial Rudolf Steiner
Cooper, J.C. (1983) Cuentos de hadas, alegorías de los mundos internos. (Trad. Xóchitl Huasi). España: Editorial Sirio (Original en inglés)
Dixon, G. (Comunicación personal, 20 de octubre, 2015)